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Texto ganador del concurso Cuentos de terror de la Municipalidad de Pinamar

Texto ganador del concurso Cuentos de terror de la Municipalidad de Pinamar

Por Gabriel Christín.

 

Adagio sobre el miedo

 

No todos elegimos nuestros destinos. A veces las decisiones no alcanzan, sino que se limitan a elegir sólo un disparador. Después nos ponemos en mano de bifurcaciones de esas decisiones primeras, hasta que se enlazan múltiples laberintos que conforman nuestra existencia.

Lo cierto es que no tenía plata y sí deudas y la necesidad acumulaba aire en el cielo. Urgía de lujos y vulgaridades de modo de intentar hacer el vivir un poco más placentero. No menos cierto es que hubiese agarrado cualquier cosa en ese momento, aunque en principio algo me haya olido mal y me haya hecho como un ruidito inmaterial. Pero deshice cualquier excusa intuitiva y me apresuré a aceptar el puesto.

Era por algunos pocos meses, alejado, en la costa de la provincia y ofrecían, dentro de todo, buena plata.

Tenía que cuidar y poner en condiciones un viejo hotel de Pinamar que había sido uno de los primeros desde su fundación. Se decía que un escritor francés había dormido en una de sus habitaciones y jamás volvió a ser el mismo, ni habló nunca sobre el tema. Sus últimos dueños lo habían abandonado ya hacía tiempo, y recientemente una familia acaudalada de la capital lo había comprado, pidiéndole a la inmobiliaria  a cargo de la operación a alguien para la tarea de reciclado y mantenimiento, escatimando, por supuesto, los gastos lo más posible. Necesitaban un peón, un lumpen, o alguien desesperado…

La tarea era prácticamente imposible. Lo supe no bien lo vi de afuera. Las enredaderas cubrían todas las paredes de ladrillo; adentro la distribución no respetaba ninguna forma específica. No parecía un hotel, ni tampoco ninguna otra estructura. Era un sitio en medida amorfo, y sólo las numerosas telarañas le ponían cierto orden a los espacios.

Había restos de sofás, algunas camas desvencijadas en la cocina, un reloj pendular en lo que parecía un gran comedor o una sala de baile y, bendito sea, un piano perfectamente afinado en relativas condiciones, contrastando un poco con los demás muebles del lugar.

Llegar al pueblo había sido difícil. Primero un tren a Madariaga, a unos 24 km., y de ahí una pequeña barcaza ya que los lagos y ríos habían desbordado y el camino terrestre era prácticamente imposible. Una vez en Pinamar tuve que preguntar por el hotel. Todos me respondían vagamente y algunos incluso se contradecían. Supuse que desde la playa lo vería de alguna forma. Lo había visto por fotos que se encontraba cerca, y si no volvería a preguntar.

En un momento dado, entre idas y venidas, solicitudes en vano y con cierto cansancio, volvía caminando por uno de los caminos de Ostende y me lo encontré, inconfundible entre los médanos. Imponente y abandonado, tristemente abandonado. Como quien no supera las pérdidas y se aboca a transformarse en musgo, ya era parte del follaje que lo encubría, perdiéndose en él…

Era absolutamente imposible que en cuatro meses pudiera restaurar el hotel yo solo. Pero como quien sabe del fracaso de antemano, enseguida me puse a trabajar. Tenía que armar al menos, para empezar, un lugar donde cocinar y poder dormir, luego iría armando habitaciones y demás.

La gente del lugar no fue hospitalaria desde un principio. Me miraban con desconfianza e incluso asustados. Fingí no darles importancia. El tiempo les demostraría que era un hombre tranquilo, limitándome a cumplir la tarea y no molestar a nadie.

Hubo una sóla señorita que fue amable. La hija del sastre. Me comentó brevemente la historia del hotel, las palabrerías que se corrían sobre éste y el por qué de la cautela de los ciudadanos. Menos sus palabras que el tono al pronunciarlas me intranquilizó.

Se decía del hotel que estaba maldito. Abandonado, se seguían escuchando ruidos en su interior y a veces incluso un solemne instrumento musical a altas horas de la noche.

Luego de aclararme un tanto los hechos, me invitó a fumar. Dijo que hacía mucho que no entraba al hotel, entonces le propuse pasar. Al entrar, se dirigió sin vacilar al cuarto del piano, se sentó cerca, en una butaca alrededor de una mesa ratona, y encendió sonriente. Había más historias que decía conocer…

A lo largo de los años estas historias fueron creciendo y tomando distintos matices, pero coincidían en muertes, traiciones, músicos y voluntades fantasmagóricas. Me fascinaba el modo en que hilvanaba los relatos, con un fervor un tanto inusitado. Me comentó, asimismo, que era difícil distinguir entre las historias verdaderas y las falsas, por lo general más fabulosas y atractivas, y se optaba por creer indistintamente. Sin embargo, nadie atravesaba nunca las puertas del hotel y hasta se intentaba evitar los caminos que lo rodean.

Ludmila, así era su nombre, era una especialista. Trabajaba en turismo. Ese hotel había sido siempre su pasión e incluso su tesis la dedicó a su fundación como símbolo del partido. Era la única del pueblo que solía entrar a escondidas. Pero luego el trabajo le pidió que sea más recatada en sus actividades y hacía tiempo que fumaba en su casa o en su jardín.

Mientras las palabras descendían de su boca, me recorría con la mirada, luego al lugar, siempre alegre y seductora. En un momento dado nos vimos besándonos. La pasión y los instantes nos fueron consumiendo. Nos entregamos y descubrimos en la tarde que fue tornando levemente noche.

Ludmila sabía dónde podía haber velas y también recordaba algo más: de uno de los altillos trajo un tocadiscos y unos vinilos de jazz y tango. Yo había comprado suficiente vino y queso. La noche fue exquisitamente larga entre melodías, humo y besos. Los instrumentos resonaban con precisión en la madera, y la bruma de los cigarros tejía una cálida atmósfera.

Luego me sorprendí de la alegría y el canto de las aves al alba. Al mirar por la ventana las vi negras y extasiadas, cantando y retorciéndose.

Bajé por un café. En el segundo o tercer pucho recordé. Me había olvidado por completo de mi amante y ahora me costaba discernir entre sueño y vigilia.

Me apresuré a volver a la habitación. No había signo alguno de ella. Tampoco discos, ni tocadiscos, ni colillas, ni siquiera corchos. De vuelta en la cocina vi las dos botellas de vino intactas y el queso envuelto.

Cuando se evidencia la locura todo resto de realidad pierde consistencia. De nada podría estar seguro ya.

Pasé los primeros días sin salir del hotel. Comiendo queso y vagando, intentando encontrar alguna explicación, alguna lógica o algún plan para salvarme.

En el quinto día me abrigué bien, me puse una capucha, y salí a buscarla. Pregunté por la sastrería y allí me dirigí. Un hombre canoso y servicial me atendió. No supe cómo comunicar mi duda y opté por preguntar por un traje. Cuando fue a buscarlo me quedé solo y recorrí las paredes. No tardé en encontrarla. Era ella vestida de marinera en un barco anaranjado. Me quedé viéndola hipnotizado, la imagen me atraía. Cuando volvió el hombre le pregunte si esa era su hija. Era, me dijo, murió hace años ya. Su cara se había transformado, la mía también. Pedí disculpas y escapé del lugar.

Cuando pasaron los días y las cosas intentaban volver a la calma, me di cuenta que la extrañaba. El brillo de sus ojos, la manera de argüir una frase, de dejarse caer en el sillón. No sabía si había sido realidad o no, pero realmente la extrañaba.

Pasaron los años y yo seguí esperando en vano. Nunca arreglé el hotel ni me reclamaron nada. He pasado la vida creyendo vislumbrar y esperando un espectro dentro de un hotel que se desvanece cada vez más rápidamente. Casi no tengo anécdotas, ni recuerdos, pero tampoco la libertad que otorga el olvido.

No puedo dejar enseñanzas para el futuro ni para el que lea estas líneas. La locura no puede ser explicada, ni siquiera con metáforas. Cada cual intenta justificar la suya como puede.

He aprendido a tocar el piano, pero ya no recuerdo mi rostro. Hace tiempo que lo juzgué irreal y dejé de verlo. Sólo las meras sustancias de alguna de las notas musicales tienen cierto sentido y con ellas me distraigo.

INVASION LOCAL

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